En los viajes hay historias que nos llenan de tristeza, a veces es la historia en sí, a veces es el momento en el que ocurre, y a veces es una mezcla de ambos, probablemente este es el caso, la realidad es que, una semana más tarde, aun recuerdo el rostro avergonzado de este chico.
No sabía cómo había ocurrido. Cuando se miró al espejo no se reconoció, no recordaba nada de la noche anterior. Deambulaba dando tumbos sin rumbo, temeroso de llegar a casa.
Cansado.
Avergonzado. Se tapaba la cabeza con la camiseta. Ese día hacía calor en Lulea, pero eso no calentaba su alma helada, no templaba su fría vergüenza.
Derrotado. Miraba al suelo, las líneas se desdibujaban, borrosas, sucias. Aun estaba borracho.
Pensaba. Trataba de recordar qué había ocurrido. Había
quedado con unos colegas. Había salido a pasárselo bien. Era incapaz de
recordar en qué momento el alcohol había ganado la batalla de nuevo, un día
más... Lloraba por dentro.
En la estación de autobuses el reflejo en el cristal le devolvía su propia imagen. Su cuidado cabello nórdico era ahora jirones de pelo, calvas salpicadas de mechones desdibujados y alguna herida.
Casi sin mirarla le pidió un cigarrillo. La chica no hablaba
su idioma, pero entendió el gesto, no fumaba y casi no se atrevió a
devolverle la mirada sintiendo su vergüenza. Su avión salía en unas horas, ella
también se sentía cansada, la vuelta, el final del viaje, la falta de sueño y
las largas jornadas de los últimos días comenzaban a pasar factura. Le siguió
con la vista y sintió una pena inmensa.
Finalmente no encontró más excusa para esconderse, llegó a
casa, dio un portazo y se encerró en el baño, no quiso dar explicaciones, se
miró al espejo de nuevo, cogió la maquinilla de afeitar y al tiempo que rozaba
su piel comenzó a llorar.
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